La partida del Rey
Sentía el vacío de una pérdida terrible. Michael Jordan podía ser varias cosas, entre otras, el mejor jugador que nunca había pisado una cancha de baloncesto. Pero necesitaba aquel viaje casi ritual sobre modestas ligas de béisbol, desconectar de la práctica a la que dedicó tantos y tantos años de perfeccionamiento. La presencia del 23 era de suma importancia en la NBA, hasta el punto de cambiar todos los pronósticos sin él para aquel curso baloncestístico 1993/94. Los Chicago Bulls seguirían siendo firmes competidores bajo la batuta del gran Phil Jackson y un Scottie Pippen que dio un paso al frente hasta el punto de ser firme candidato al MVP, aunque se había abierto una puerta: distintas franquicias querrían destacar en aquel nuevo orden.
Una de ellas era la de los Houston Rockets, si bien Rudy Tomjanovich estaba preocupado. Cuando iba a los partidos se inquietaba al ver a muchos aficionados y aficionadas con elásticas de otros equipos: Chicago, LA, Boston, etc. No se trataba solamente de buen gusto por mitos más allá de los colores, a la grada se le estaba resintiendo el orgullo de pertenencia. Apenas hacía una década habían luchado a brazo partido contra los poderosísimos Celtics de Larry Bird por el anillo. Fueron días de gloria, cuando Hakeem Olajuwon y Ralph Sampson formaban una de las mejores parejas de hombres interiores que nadie en el estado texano pudo soñar. Eso sí, el segundo había terminado cediendo ante el físico de cristal que no podía contener tanto talento. Permanecía el pívot nigeriano, el bailarín con los fundamentos más ricos que se han visto para usar los pies en el interior de la pintura. Eso sí, nadie puede ganar solo un campeonato, ni siquiera los mejores.
Algo parecido ocurría en la vecina San Antonio, donde se apostó por el fichaje de un demonio con ángel para capturar los rebotes, Dennis Rodman. No era bueno que El Almirante estuviera solo y los Spurs apostaron por traer el Bad Boy más visceral para auxiliarle. En Utah, Jerry Sloan dirigía con mano de hierro y mente de estratega a los Utah Jazz, equipo modélico y ejemplar que se permitía soñar por tener en pista a la pareja de ases mejor avenida de todos los tiempos: John Stockton y Karl Malone. Como fuere, muchos analistas señalaban con el dedo a Sir Charles Barkley, subcampeón de la NBA y miembro del Dream del 92. Sí, el Far West nunca tuvo más aspirantes a conquistadores. Mientras tanto, en la Conferencia Este, todos se preparaban a vivir sin la presencia del rey que volaba sobre sus perplejos súbditos con la lengua fuera para aseverar su dominio con estéticos mates.
Big Apple
Sigue tratándose de una de las transformaciones más fascinantes jamás producidas en la NBA. Tras haber comandado desde la banca uno de los juegos más estéticos que se recuerdan en LA, Pat Riley llegó a New York como el salvador de los Knicks. Una franquicia histórica en horas bajas, ansiosa de volver a ceñirse la corona. Eso sí, el nuevo míster demostró que era un maestro del eclecticismo. Si aquellos Lakers de Magic fueron una sinfonía, pensó que, alrededor de la colosal figura de Patrick Ewing, iba a colocar un puñado de guerreros dispuestos a todo. Como bromeaba el inefable Spike Lee, a veces el IQ de los muchachos de la Gran Manzana no era el más alto en pista, sin embargo, no sorprende que el Luke Cage de la serie Netflix afirmase que en la época de Riley, los Knicks eran tipos duros a los que tomar en serio.
Tras años siendo una de las más firmes resistencias a la tiranía de Jordan, New York se sentía liberada. Una vez tuvieron al Gran Hombre contra las cuerdas (2-0 y ventaja de campo), pero MJ emergió para volver a romperles el corazón. Con un Pippen multiplicándose, los Bulls superaron la cincuentena de triunfos, aunque los Knicks coparon con Atlanta el primer puesto de la conferencia, ambos a apenas un partido de distancia con los Rockets del Oeste. Un pequeño detalle que luego fue crucial, como veremos a continuación.
Batidos sus vecinos de New Jersey, Pat Riley tenía preparados a sus pupilos para medirse a su enemigo íntimo, Phil Jackson: ironías de la vida, el Maestro Zen había sido uno de los jugadores campeones cuando el Madison Square Garden se convirtió en un Edén. Fue una serie extraña, emocionante y polémica. Pippen y Jackson no gestionaron bien un momento de ofuscación de Scottie, desaprovechando el éxito de un tiro ganador del gran Toni Kukoc. El quinto día, Hue Hollins se equivocó al señalar una falta inexistente que otorgó al fiable Hubert Davis tres tiros libres claves para equilibrar la serie. En New York, tras años viendo el trato preferente a mitos como Jordan en el sistema de mega-estrellas patrocinado por David Stern, se negaron a hablar del asunto. Pero no fue el único ojo del huracán en aquel año tan loco.
La noche triste
Sigue siendo un tema que conviene no recordar en Seattle. Se trataba de su año. Tenían el talento (Gary Payton) y el músculo (un Shawn Kemp en la cúspide de su físico). Los Sonics sorprendieron a todos para superar las sesenta victorias. A Kevin Garnett todavía le brillan los ojos cuando evoca su memoria adolescente, sigue afirmando que el ally más hermoso que nunca existió era el que comenzaba con las manos de The Glove para que Kemp lo culminase con furia. Récord de la NBA y 2-0 ante los octavos del Oeste, unos jóvenes y combativos Denver Nuggets.
La serie dejó dos imágenes fueron inolvidables. El gigantesco Dikembe Mutombo agarrando el balón en Seattle ante un aluvión de cámaras, la firma de una remontada histórica. La otra fue el banquillo de los Sonics. Todo lo que trabajaron aquel año se esfumaba en un instante. Habríamos de esperar a los fabulosos Dallas Mavericks de Dirk Nowitzki en 2007 para ver un shock que cambiase tanto la hoja de ruta del Far West. Los Jazz de Stockton y Malone se las vieron y desearon para batir en siete fatídicos duelos a Denver, mientras Rockets y Suns empezaban a mirarse de reojo: quien ganase las semifinales, tendría buena parte del terreno abierto.
Houston llegó motivado por saber que tendrían ventaja de pista en cualquier duelo que les quedase y con un Olajuwon MVP en ataque y defensa. El nigeriano había deslumbrado ante un defensa tan competente como Chirs Dudley de los Portland Trail Blazers, dos veces finalistas de la NBA. Además, Tomjanovich procuraba que ya no dependieran solamente de The Dream, gente como Otis Thorpe o Mario Elie se sentían con rol protagonista y cada pieza del engranaje en Houston sumaba, incluyendo un jovencito llamado Robert Horry con sangre de hielo en las venas para los tiros decisivos que parecía saber muy bien a dónde iba.
Dos buenos tipos
Nunca jamás tuvo que recurrir a sancionar a un jugador. Sin embargo, Pat Riley se vio obligado a hacer algo que le disgustó profundamente, apartar unos partidos a Anthony Mason de la plantilla. Cuestión disciplinaria, demostración de que él era quien mandaba un barco que iba camino de las Finales si todo iba bien. Y aquello no era fácil, Mason gozaba del respaldo del mismísimo Patrick Ewing y de John Starks, los dos pesos pesados de la escuadra. Y nadie sabía mejor que Riley lo mucho que daba aquel tipo rapado al cero con mensajes en su cabeza. Le llamaban "pedradas" porque podía construirse una casa con los tiros libres que fallaba cada temporada, pero suponía el sueño de cualquier coach a la hora de ser un incordio constante bajo tableros.
Tal vez sin míster Gomina Mason nunca hubiera rendido a ese nivel en aquellos Playoffs. Junto a Charles Oakley fueron la guardia pretoriana de un Eiwing celestial, justo lo que necesitaba el ídolo de Georgetown para medirse en un agotador duelo psicológico con Reggie Miller, el killer capaz de silenciar al Garden mientras calentaba y enchufaba triple tras triple. Los Indiana Pacers de Miller tenían al mejor entrenador posible, Larry Brown, no cediendo el brazo hasta el séptimo día, cuando Patrick confirmó las apuestas de su amigo Jordan con una exhibición: 24 tantos, 22 rebotes y 7 asistencias. Ni siquiera Rik Smits (tan elegante en el poste bajo como fuera de la cancha) pudo con un dorsal 33 obsesionado con su misión de llevar en volandas a los suyos hasta la tierra prometida.
Mucho tiempo después, un visiblemente abatido Riley se encontró donde no quería estar: haciendo el discurso fúnebre en honor de Mason. Polémicas al margen, Pat, que nunca se equivocaba juzgando el corazón de sus jugadores, se lo llevó a Miami cuando abandonó New York. "La gente dice que yo hice a Mason, pero fue justo al revés. Como todos los grandes jugadores que he tenido a mis órdenes. Mason era único por su mentalidad de underdog y deseo de ganar". En aquellas finales de la NBA, Mason y sus compañeros honrarían a su coach hasta el último aliento.
La metaformosis
Era el avión más silencioso del mundo. Dan Majerle, Kevin Johnson, Sir Charles, Danny Ainge y la ilustre compañía de los otros integrantes de los Phoenix Suns enmudecieron Houston en dos ocasiones. 0-2 y viaje a Arizona con todos los fantasmas del pasado, incluyendo su última eliminación frente a los Sonics. El último choque fue una catarsis, los pupilos de Paul Westphal levantaron veinte puntos de desventaja en el cuarto período. La prensa aniquiló a los Rockets, la propia plantilla atestiguaba aquello en su viaje para los siguientes partidos. Olajuwon miraba alrededor del aeropuerto y nadie parecía capaz de articular sonido.
Ninguno recordaba más aquel final en Seattle que Vernon Maxwell. Él tuvo el último tiro para llevar a los Rockets a la prórroga. Aquel día ante los Suns, salió a hacer el encuentro de su vida. Y lo hizo. Ese elemento inesperado con el que Phoenix no contaba. Sobrevivieron. El siguiente, igualaron la serie. Después, se repartieron triunfos hasta llegar a una muerte súbita donde aquellos Rockets eran diferentes a los de la semana pasada. Ahora, todos hablaban. Una inercia positiva que los llevó a medirse con los rocosos Jazz con una moral a prueba de bomba.
En muy poco años, los chicos de Jerry Sloan jugarían dos finales consecutivas por el anillo. Malone y Stockton estaban en la cúspide de su juego. Hornaceck anotaba casi todo lo que pasaba por sus manos. Como fuere, aquellas Finales del Oeste fueron una exhibición de los Rockets. Arrasaron a Utah por el simple hecho de que, a ese nivel de confianza, habría pulverizado a cualquiera. El anillo nunca estuvo más cerca...
The Forgotten Finals
Homérico. No cabe otro adjetivo posible para evocar aquel duelo. Uno tenía e dorsal 33. El otro, el 34. Ambos eran gigantes. Uno danzaba entre codos y manotazos que podían ser mortales en la NBA. En la dulzura de su juego, se escondía el deseo infinito y la dureza del sediento de victoria. Su rival, era una roca, puro granito, la perfección forjada por el entrenador Joe Thompson, un trabajador infatigable bajo tableros. Cuando creías que era un gladiador, silenciaba el pabellón con un exquisito tiro de muñeca o un recurso exclusivo de los fuera de clase.
Olajuwon y Ewing se midieron en las finales universitarias. Allí ganó Patrick. En la ocasión que hoy nos ocupa, sería Hakeem quien cumplió su sueño. Ninguno de los dos tuvo nada que reprocharse en siete encuentros para la videoteca. No se obsesionen por marcadores más o menos bajos. Disfruten de los ajustes de Tomjanovich o Riley, el descaro de un jovencísimo Kenny Smith, la dureza de los Knicks, esa determinación infatigable de los Rockets, etc.
El primer día, Hakeem mandó. En el segundo, Riley y sus gladiadores robaron la preciada ventaja de campo. Tomjanovich espoleó a los suyos el tercer día, quizás la batalla más mortal de las libradas. Sam Cassell firmó dos jugadas impropias de un novato (penetración ante las murallas enemigas y un triple de antología) para un triunfo llave. Cuando parecía que los Knicks se desmoronaban, sacaron su mejor basket el cuarto y el quinto día. El lesionado Doc Rivers lo recordaba, los Knicks empuñaron un arma de doble filo. Por un lado, el deseo de victoria; en el otro, esa ansía por llegar a Houston les consumía.
Manual para héroes y canallas
John Starks y Derek Harper fueron dos de las joyas de la corona del planteamiento de Pat Riley. Convencido de la igualdad que presidía cada vez que se medían Hakeem y Patrick, fue en el juego exterior donde New York se presentó el sexto día para ganar. En aquel tenso choque, con la grada de Houston dejándose el alma, Starks tenía fuego en los ojos. En aquellas finales se especializó en los últimos cuartos. Cuando más apretaban los locales, mejor respondía él. Aquel tipo de escasa estatura se había medido en duelos de trash talking con Michael Jordan y Reggie Miller. Y estaba ahí para contarlo.
Sería injusto resumir su formidable choque con aquella acción. Pero cuando lanzó el triple más importante de la serie, Olajuwon encontró fuerzas para taponar algo más que un lanzamiento. El nigeriano arrancó algo de Starks para aquella serie. El séptimo mostró la imagen más gris de alguien que hubiera sido un más que digno candidato a MVP de aquellas Finales. Pequeñas estocadas mentales que los Horry y compañía aprovecharon para obtener el 4-3 final. Los de Riley murieron de uno en uno, sin entregar ninguno de sus estandartes. Como grandes guerreros.
Los Rockets hicieron una hazaña que revalidaron apenas un año después, cuando Olajuwon bailó ante el talento más incipiente del basket mundial, Shaquille O´Neal. Pero eso es otra historia. La nuestra, la de la temporada de las oportunidades, acaba con un sentido abrazo en los aparcamientos de la cancha de Houston. Allí, el gran Patrick Ewing abrazó a quien, con toda justicia, pertenecían aquellas Finales. Hakeem The Dream Oaljuwon, el tipo que soñó más alto en aquel año donde todo podía pasar.
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