lunes, octubre 10

Cuando el centurión de la X Legión Cayo Crastino oteó el horizonte en la llanura de Farsalia, prometió a su comandante, Cayo Julio César, que ganarían la batalla contra los pompeyanos y que el conquistador de las Galias estaría orgulloso de él, estuviera vivo o muerto al acabar el combate. El bravo centurión hizo esa promesa en aquella jornada trágica de agosto del año 48 a.C., aunque no tenía ninguna certeza de poder cumplirla. Si bien los análisis posteriores de las grandes contiendas bélicas de la Historia desgranan las causas de la derrota o victoria, jamás nadie ha podido hacerlas previamente. Hasta el último momento, Napoleón Bonaparte y el Duque de Wellington ignoraban el momento de llegada de sus refuerzos en Waterloo. Posteriormente, Clío deja constancia escrita de un dato irrefutable. Lo que no puede olvidarse es que ninguno de los intérpretes de aquellos dramas sabían qué iba a acontecer. 



Por ello, cuando el veterano de 7 años en la liga Bob Cousy conducía su vehículo las treinta millas que separaban Worcester del Boston Garden, quizás hizo alguna promesa al rookie Tom Heinsohn en similares términos. Pero ninguno de los dos podía augurar exactamente qué iban a encontrarse en su pabellón, para hacer frente a los poderosos St. Louis Hawks, quienes habían ganado en el Oeste, igual que ellos habían hecho lo propio con sus Celtics en el Este. O, como bien revela Bill Reynolds en su libro Rise of a Dynasty: The `57 Celtics. The first banner, and the dawning of a new America, puede que fuera Heinsohn el que estuviera al volante. La memoria ha erosionado algunas cosas de la víspera a ese séptimo partido que decidió el campeón de la NBA; de lo que no cabe duda posible es que fue un momento crucial donde ninguno de sus protagonistas podía predecir el impacto. 



Bajo la atenta mirada de más de 13.000 espectadores (lo cual era un milagro, había cuenta de que en aquella década el beisbol y el hockey sobre hielo eclipsaban al deporte de la canasta en Boston), se sucedería un duelo definitivo que venía caldeado por un sexto choque donde St. Louis obligó a sus rivales a no abrir ninguna de las preparadas botellas de champán en el vestuario. Bob Pettit, estrella de la franquicia del Far West y uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, hizo un intento desesperado de anotar con los suyos uno abajo; el balón iba a salirse fuera hasta que el novato Cliff Hagan rompió el corazón de los verdes y llevó el éxtasis a su público. Pese a jugarse la temporada en el Garden, los de Syracuse llegaban con el momentum perfecto, con sangre inyectada en los ojos para llevar el primer título a casa.


Aunque los locales llegaron con una ligera ventaja al tercer cuarto, el desenlace terminó siendo de verdadero infarto, una joya del suspense. Hasta en treinta y ocho ocasiones hubo cambios en el liderazgo del marcador, tuvieron que disputarse dos prórrogas, se decidió en la última posesión y el marcador resultó ser un espléndido 125-123. Por ello, uno podría pensar que el texto de Reynolds es una excelente crónica deportiva, un testimonio de hemeroteca. De cualquier modo, su obra mucho va mucho más allá.



Y es que había otro jugador de primer año para los locales, uno que llevaba el dorsal con el número 6. Era un freak de la naturaleza, un prodigio que no se vislumbraba a la primera. Bill Russell no era esa clase de jugador que te deslumbra anotando 50 puntos en unas Finales. Sencillamente, él evitaba que el mejor jugador de los oponentes se moviera en esos guarismos. En aquella tarde de abril de 1957, el Garden encogió la respiración cuando el rookie hizo un tapón decisivo a Big Jack Coleman en el último cuarto que habría hecho imposible cualquier aspiración de victoria.



A algunos en su propia grada no les gustaba ese recién llegado, calificado como un taciturno de cuidado. Sin embargo, Russell pudo presumir aquella noche eterna que ya había sido campeón con su universidad, en los Juegos Olímpicos y en la NBA. Como dijo un tal Muhammad Ali de sí mismo, aquel chico debía de ser un maldito genio. Pero jamás fue feliz en Boston en aquellas días. Aunque estableció un récord de 37 rebotes en el séptimo juego, el joven atleta odiaba y había sufrido en su propia familia la discriminación racial ejercida contra los afroamericanos. Años después, Russell sería un icono de la Liga, su embajador perfecto, una sonrisa que iluminaría aquel pabellón. Sin embargo, su país era diferente en aquel entonces. Por el trato que algunos moteles de Boston daban a sus correligionarios, el rookie se aisló en un caparazón impenetrable, incluso ante muchos de sus compañeros. Él, que iba a ser el Celtic más grande de todos. Él, que tenía mariposas en el estómago antes de saltar a cada partido, pero que era Héctor de Troya una vez los colegiados lanzaban la bola arriba.



Algunos mentideros maliciosos y que querían convertir un honesto divertimento en algo macabro, intentaron transformar aquellas Finales en una lucha del bien y del mal. Petitt y sus Hawks eran vistos como la gran esperanza blanca, quienes iban a dar una lección a esos osados que ponían jugadores negros en su equipo. Los Halcones habían tenido en el pasado los derechos de Russell, ahora, las pocas miras y prejuicios de sus directivos conjuraron al leviatán que se convirtió en su dolor de muelas. Dicho lo cual, aunque Reynolds es un autor cuyas simpatías están claramente con Boston, reconstruye en su justa medida y grandeza a Pettit, fenomenal interior que ninguna culpa tenía de las descerebradas miras de otros. Aquel día en Boston, se midió al pegajoso marcaje de Russell y firmó 39 tantos y más de 20 capturas bajo aros. Fieros rivales, los dos competidores se profesaban un sentido respeto. Pettit asumió la responsabilidad como los grandes y su último tiro fue escupido por el leprechaun del Garden. Perdió las Finales, pero su reputación quedó intacta.



Por su lado, el otro jovencito de la historia, Heinsohn, quien iba con Cousy a los partidos de casa, se destapó con 37 puntos de antología en aquel duelo entre las dos mejores escuadras del momento. Una jornada de locos que llevó al paroxismo a una de las figuras que más y mejor analiza Reynolds: Red Auerbach. Para todos los admiradores de Pedro Ferrándiz, Helenio Herrera, José Mourinho o Bobby Knight, decirles que, ellos quizás no lo sepan, pero su divinidad absoluta es en realidad ese hijo de emigrantes y trabajador nato, arrogante hasta la náusea y general brillante para mandar en la pista a unos jugadores a los que dejó claro que no iban a ser sus amigos... pero si que ganarían muchas cosas juntos. Auerbach, que con el tiempo fue llamado a la grandeza, se jugó ante St Louis ver si era un simple fanfarrón más que se olvidaría tiempo después. Queda clara la respuesta, previa pelea eso sí, contra el mismísimo Ben Kerner, propietario rival. Con el tiempo, harían las paces.



Por ello, pasen y ocupen su localidad. Vean como antes de los orgullosos verdes y los ostentosos banderines hubo seres de carne y hueso. Cuando se planteaban dudas sobre el vistoso y circense estilo de Cousy serviría para ganar algo, los días en los que Alex Hannum planteó una excelente táctica para mantenerse en pie por siete partidos ante la futura dinastía, cuando Russell se aislaba a sí mismo del vestuario del que luego sería alma, corazón y cabeza. Una lectura fascinante de un período irrepetible.



DATOS EDITORIALES: REYNOLDS, B., Rise of a dynasty: The `57 Celtics. The first banner and the dawning of a New America, New American Library, New York, 2010.



FOTOGRAFÍAS EXTRAÍDAS DE LOS SIGUIENTES ENLACES:



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